Mi amigo Pedro
Conocí a Pedro Salinas a inicios del 83, cuando teníamos 19 años, en la Facultad Pontificia y Civil de Lima, mejor conocida como "San Toto" (una deformación del nombre "Seminario de Santo Toribio", en cuyas instalaciones funcionaba originalmente). En ese momento Pedro y yo estábamos en trincheras opuestas: él en el Sodalicio y yo en la "progresía izquierdosa" de los 80.
Como la gran mayoría de laicos que caen por San Toto, llegué para hacer estudios generales y luego trasladarme a una universidad (la de Lima en mi caso). La idea era que ahí el examen de ingreso era más fácil. Y yo sumaba un interés "trascendente": estudiar filosofía, una disciplina fascinante y misteriosa que San Toto ofrecía dentro del combo de los dos años de generales.
Aunque en ese momento me reconocía como católico, no era practicante, venía de un colegio laico y estaba alejado de toda movida religiosa o parroquial. Entonces me di cuenta de algo curioso: algunos compañeros de mi promoción, unos quince, vestían con sobriedad y pulcritud camisas blancas con pantalones azul oscuro y llevaban cortes de pelo militares, con raya al costado. La mayoría eran rubios, altos, de ojos claros y en las clases se mostraban muy participativos, con un discurso monocorde y reaccionario.
"Son los sodálites", me explicó un compañero seminarista en un descanso. Recuerdo que utilizó una figura marcial, como que pretendían ser los soldados de Cristo, una analogía que me sorprendió pues -como buen progre social confuso- yo asociaba a Jesucristo con el amor libre, la marihuana y los pelos largos.
Con el pasar de las semanas, me fue quedando claro lo que era el Sodalicio: un grupo muy reaccionario, de "pensamiento único", tremendamente activo. Si un profesor decía algo que ellos sentían controversial, le saltaban a la yugular con preguntas, citas y contra-argumentos que sonaban iguales y repetidos, como un guion aprendido de memoria. Y la cosa no acababa ahí. Terminada la clase le tiraban dedo con el director de estudios, con lo cual el profesor se ganaba una cita a la dirección para dar explicaciones, una táctica que eventualmente podía hacer que renunciaran o pidieran su traslado.
Otros profesores, como el padre Armando Nieto (muy relacionado al movimiento), gozaban del respeto irrestricto de los sodálites. Recuerdo una clase en la que Nieto esbozó un problema del materialismo dialéctico propuesto por Marx. Uno de los sodálites levantó la mano y le preguntó al borde del éxtasis: "¿Y nosotros qué pensamos de eso, padre?"; un gag que resume en una frase las miserias del "pensamiento único".
Los que no comulgábamos con esa forma de pensar y actuar, organizamos un grupo para publicar un periódico mural que les hiciera frente. Lo bautizamos "El ápeiron" ("el caos", en griego). En ese entonces no había periódicos murales en San Toto, por lo que su nacimiento no tuvo reparos por parte de las autoridades. El curita de turno nos dio las llaves de la vitrina del hall principal, asumiendo que nuestra publicación sería todo lo piadosa que nuestro supuesto catolicismo imponía. No pudo estar más equivocado. El ápeiron fue una bomba, una revolución: irreverentes y burlones, nos referíamos a los sodálites como los "blue boys" y decíamos que tomaban "Parametrol forte" tres veces al día y varias tonteras más. Nos odiaron al punto que el periódico sufrió algunos vandalismos menores y las autoridades de San Toto -en su mayoría diocesanos- nos pidieron moderación, aunque reconozco que nunca nos prohibieron ni pretendieron ejercer censura previa.
A mediano plazo, la respuesta de los sodálites fue hacer sus propios periódicos, de tal suerte que la apreciada (y única) vitrina del hall de pronto se vio abarrotada de publicaciones, acortando el tiempo que cada periódico podía estar a la vista de los alumnos. Así y todo, El ápeiron llegó a tener más de veinte ediciones, todo un récord en ese momento.
En ese contexto y contra todo pronóstico, un sodálite accedió -por su cuenta y riesgo, desafiando las directivas de su comunidad- a publicar en El ápeiron: Pedro Salinas. Su artículo: "Ser santo, ¿un imposible?" era, por supuesto, un texto en la línea de pensamiento del Sodalicio, pero moderado y bien escrito. ¿Qué había hecho que Pedro se decidiera a publicar con nosotros? nos preguntamos. ¿Era una táctica de infiltración? ¿Una guerra sicológica? La verdad, no. Simplemente Pedro, aún en su época de militancia sodálite, tenía la suficiente inteligencia y generosidad para tender un puente con quienes en ese momento éramos sus "enemigos".
Y sobre ese puente, al principio endeble, con los años hemos construido una sólida amistad. Como él contó en su primera novela, "Mateo Diez", yo -que aparezco ahí como "Paulo Velásquez"- le presté algunos ejemplares de Asterix, una de mis historietas favoritas, que supusieron un grato redescubrimiento para él.
En los noventa coincidimos en Expreso (él como editorialista y yo como editor de un suplemento sobre televisión) y luego colaboré brevemente en la parte creativa de uno de sus programas de entrevistas, en Canal 13 si no recuerdo mal.
Para ser justos, en ese grupo de sodálites estaba también Kay Smalhausen, hoy obispo de Ayaviri. Kay nunca publicó en El ápeiron, pero sí recuerdo conversar con él en términos amigables y abiertos sobre diversos temas, algo imposible con los otros sodálites de su generación.
Por eso no es casual para mí que sean precisamente Pedro y Kay los que actualmente muestran una actitud crítica frente al Sodalicio, actitud que hoy le cuesta a Pedro una injusta condena a un año de prisión suspendida y al pago de una "reparación civil" que en realidad funciona como una multa que pretende castigar una investigación periodística impecable, que le ha hecho un enorme bien a todos los peruanos y que seguramente ha salvado del abismo sectario a muchos jóvenes.
Pero la victoria judicial de Eguren sobre Pedro es pírrica y temporal. Como la de Johannes Stark sobre Albert Einstein, la de Antonio Salieri sobre Mozart o la de John Butler sobre John Scopes, las victorias que se hacen desde el lado equivocado de la historia son mezquinas, frágiles y terminan pronto en el olvido. Por el contrario, las gestas heroicas como la de Pedro y Pao Ugaz, son como las de Asterix frente al Imperio Romano: imperecederas. Se hacen en contra de las probabilidades, el dinero y los poderes autoritarios y corrompidos, para ser ganadas con inteligencia, perseverancia, fraternidad y sentido del humor. Tras lo cual no queda más que celebrarlas en pantagruélicos banquetes al aire libre, bajo el cielo estrellado, entre amigos, música, vino y suculentos jabalíes a la brasa. Ahí nos veremos, querido Pedro.