La procesión va por dentro (y por fuera)
Por qué la "ley sodalicio" ofende el Estado de derecho
Me ofenden las procesiones religiosas. Me es muy doloroso ver a un grupo de hermanos homo sapiens sapiens -con los que además comparto lazos de historia y nacionalidad- humillarse públicamente adorando figuras de yeso. También creo que es ofensivo para la convivencia que interrumpan la libre circulación y alteren la tranquilidad pública con cánticos de dudosa calidad, estridentes bandas de música y desagradable olor a sahumerio.
Me hacen fantasear con un mundo en que la educación -libre, gratuita y universal- de una vez por todas termine de eliminar las supersticiones y las creencias irracionales del pasado evitándonos este penoso e indigno “espectáculo” en el que seres humanos del siglo 21 continúan adorando estatuas a las que atribuyen irracionalmente algún tipo de poder mágico sobre sus vidas o sobre las de sus congéneres.
Y, por supuesto, me resulta todavía más ofensivo e indignante que muchos padres arrastren a sus hijos pequeños a estas humillaciones públicas, manchando sus mentes en formación con ideas sin sustento, pero con el poder de dañar gravemente sus vidas al predisponerlos hacia ideologías fundamentalistas donde el fanatismo, el odio, el machismo, la homofobia, el abuso de situaciones de poder, la intolerancia y la misoginia son moneda corriente.
Pero, por más que ofendan mi sensibilidad e indignen mi inteligencia, jamás se me ocurriría pedir una ley que prohíba las procesiones o multe o encarcele a sus participantes. Ellos, autoengañados o no, fundamentalistas o no, ignorantes o no, tienen el derecho constitucional a profesar y expresar libremente sus creencias religiosas, y de educar a sus hijos en ellas si así lo desean.
Por eso, cuando una procesión toma por unos minutos la calle donde vivo impidiéndome salir o regresar a mi casa, me estaciono a esperar, pacientemente, a que termine de pasar. Cuando la bulla y el sahumerio interrumpen mis actividades del día a día, cierro las ventanas y espero a que se alejen, pacientemente. Cuando al hacer zapping caigo en algún tipo de reportaje o película en la que aparece una procesión religiosa, cambio de canal.
Sé que es lo que me toca como persona civilizada, como ciudadano respetuoso de la democracia y el estado de derecho, que nos garantiza tanto el derecho a profesar una religión como a expresarnos libremente sobre ella si así nos place. Ambos derechos, por supuesto, enmarcados dentro de los alcances y límites que establecen el código civil y el código penal.
Por eso me ha llamado la atención el proyecto de ley promovido por el fujimontesinismo, según el cual cualquier persona o institución religiosa que alegue sentirse ofendida por una expresión que considera discordante (una opinión, una broma, una obra literaria, una caricatura, un ensayo, un artículo, un posteo, una canción, una investigación periodística, etc) estaría en capacidad de denunciar penalmente al autor y, eventualmente, hacer que se le castigue imponiéndole una multa y/o una pena de cárcel.
De promulgarse la “ley sodalicio” o “ley inquisición” como la ha bautizado la prensa, esta norma atentaría gravemente contra el principio de igualdad ante la ley establecido en el artículo 2, inciso 2 de la Constitución de 1993, pues convertiría a los peruanos que no profesamos ninguna religión en ciudadanos de segunda categoría frente a los creyentes, quienes podrían invocar “sentirse ofendidos” como causal de denuncia penal, pero no a la inversa.
Aunque se ha dicho y repetido infinidad de veces, parece que será necesario seguir apuntándolo: si todos los seres humanos fuéramos homogéneos y estandarizados en nuestras actitudes, temperamentos, creencias y opiniones (como sueñan los dictadores totalitarios), no se necesitarían leyes que regulen la convivencia para hacerla armónica. Pero como somos tan apasionadamente distintos, se requiere un marco legal mínimo sobre el que todos podamos estar de acuerdo: los derechos.
En ese marco, la convivencia no es como en las figuritas que salen en “Atalaya” o “¡Despertad!”. Es una convivencia con opiniones encontradas, con roces, con burlas, con arengas, con bromas, con sentido del humor. Unas nos gustarán otras nos ofenderán y otras nos resultarán indiferentes, pero mientras se den en el ámbito de lo legal y amparadas en el ejercicio de nuestros derechos, es nuestro deber democrático y ciudadano tolerarlas y convivir con ellas.
Dicho en otras palabras: la democracia nace y se desarrolla no para crear una sociedad homogénea y por consiguiente “armónica”, sino para que un grupo de gente muy heterogénea pueda convivir civilizadamente, a pesar de sus diferencias. Ese es el mérito del Estado de derecho, de las sociedades democráticas, de la civilización.
Por eso, pretender convertir a quienes no profesamos ninguna religión en ciudadanos de segunda categoría primero, para multarnos, encarcelarnos y silenciarnos después, no solo es inconstitucional. Es un atentado autoritario a la esencia misma de la vida democrática. Y en consecuencia, nos corresponde a todos -creyentes y no creyentes- rechazarlo por igual.
Pablo Vásquez Flores